martes, 21 de febrero de 2012

La sangre derramada

Federico García Lorca


¡Que no quiero verla! 

Dile a la luna que venga,
que no quiero ver la sangre
de Ignacio sobre la arena. 

¡Que no quiero verla! 

La luna de par en par,
caballo de nubes quietas,
y la plaza gris del sueño
con sauces en las barreras 

¡Que no quiero verla!

Que mi recuerdo se quema.
¡Avisad a los jazmines
con su blancura pequeña! 

¡Que no quiero verla! 

La vaca del viejo mundo
pasaba su triste lengua
sobre un hocico de sangres
derramadas en la arena,

y los toros de Guisando,
casi muerte y casi piedra,
mugieron como dos siglos
hartos de pisar la tierra.

No.
¡Que no quiero verla! 

Por las gradas sube Ignacio
con toda su muerte a cuestas.
Buscaba el amanecer,
y el amanecer no era.

Busca su perfil seguro,
y el sueño lo desorienta.
Buscaba su hermoso cuerpo
y encontró su sangre abierta.

¡No me digáis que la vea!

No quiero sentir el chorro
cada vez con menos fuerza;
ese chorro que ilumina
los tendidos y se vuelca
sobre la pana y el cuero
de muchedumbre sedienta.

¡Quién me grita que me asome!
¡No me digáis que la vea! 

No se cerraron sus ojos
cuando vio los cuernos cerca,
pero las madres terribles
levantaron la cabeza.

Y a través de las ganaderías,
hubo un aire de voces secretas
que gritaban a toros celestes,
mayorales de pálida niebla.

No hubo príncipe en Sevilla
que comparársele pueda,
ni espada como su espada,
ni corazón tan de veras.

Como un rio de leones
su maravillosa fuerza,
y como un torso de mármol
su dibujada prudencia.

Aire de Roma andaluza
le doraba la cabeza
donde su risa era un nardo
de sal y de inteligencia.

¡Qué gran torero en la plaza!
¡Qué gran serrano en la sierra!
¡Qué blando con las espigas!
¡Qué duro con las espuelas!
¡Qué tierno con el rocío!
¡Qué deslumbrante en la feria!
¡Qué tremendo con las últimas
banderillas de tiniebla! 

Pero ya duerme sin fin.
Ya los musgos y la hierba
abren con dedos seguros
la flor de su calavera.

Y su sangre ya viene cantando:
cantando por marismas y praderas,
resbalando por cuernos ateridos
vacilando sin alma por la niebla,
tropezando con miles de pezuñas
como una larga, oscura, triste lengua,
para formar un charco de agonía
junto al Guadalquivir de las estrellas.

¡Oh blanco muro de España!
¡Oh negro toro de pena!
¡Oh sangre dura de Ignacio!
¡Oh ruiseñor de sus venas!

No.
¡Que no quiero verla!

Que no hay cáliz que la contenga,
que no hay golondrinas que se la beban,
no hay escarcha de luz que la enfríe,
no hay canto ni diluvio de azucenas,
no hay cristal que la cubra de plata.

No.
¡¡Yo no quiero verla!! 



Poema 20

Pablo Neruda


Puedo escribir los versos más tristes está noche.
Escribir, por ejemplo: «La noche esta estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos».

El viento de la noche gira en el cielo y canta.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Yo la quise, y a veces ella también me quiso.
En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.

La besé tantas veces bajo el cielo infinito.
Ella me quiso, a veces yo también la quería.

Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.
Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.

Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.
Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.

La noche está estrellada y ella no está conmigo.
Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.

Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.

La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.

De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

Porque en noches como esta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.

Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.



Dolor

 Alfonsina Storni

Quisiera esta tarde divina de octubre
pasear por la orilla lejana del mar;
que la arena de oro, y las aguas verdes,
y los cielos puros me vieran pasar.

Ser alta, soberbia, perfecta, quisiera,
como una romana, para concordar
con las grandes olas, y las rocas muertas
y las anchas playas que ciñen el mar.

Con el paso lento, y los ojos fríos
y la boca muda, dejarme llevar;
ver cómo se rompen las olas azules
contra los granitos y no parpadear;

ver cómo las aves rapaces se comen
los peces pequeños y no despertar;
pensar que pudieran las frágiles barcas
hundirse en las aguas y no suspirar;

ver que se adelanta, la garganta al aire,
el hombre más bello, no desear amar...

Perder la mirada, distraídamente,
perderla y que nunca la vuelva a encontrar:
y, figura erguida, entre cielo y playa,
sentirme el olvido perenne del mar.


Noche

 Liz Leticia Martínez


Noche de silencios, de viejos amores y viejos recuerdos,
Oportuna has llegado a mi vida,
Oportuna te has Instalado muy adentro,
Y te estas llevando contigo los recuerdos,
Los rumores del pasado, los versos viejos.

Y vas avanzando y me voy desnudando de momentos,
De miradas, de palabras,
De cantos, voces y sentimientos.

Y tu madrugada llega y yo tan solo me sigo desvistiendo,
Y se van los abrazos, se van los versos,
Es un viejo amor que esta partiendo.

Desnuda de todo; vacía mi alma, vacío mi cuerpo,
Cuando la noche se marche y el sol llegue,
Traerá consigo mi nueva vestidura
Y habré tirado el traje viejo.

Noche de silencios, de viejos amores y viejos recuerdos,
Oportuna te marchas, oportunamente te dejo.


Caña amarga

 Ramiro Domínguez


Lluvia.
Como un arcángel enfermo por el tejado.
Tiempo para dormir la sangre.
Entre las manos
la cantarilla agreste con jugo de los
primeros años.

El Arca de Noé sobre un tropel de nubes

saca a lustrar su viejo casco engallado.
Hoy quiero volver a poner la camisa
que me cosió mi madre al revés mientras
estaba soñando.

De Pisadera los carros suben

con rejones de llanto.
Los cañeros de Sulimán
pican con el rejón emplumado.

Lluvia de noche y de día

-muerte por la nariz y los costados-.
Colgajo de poncho podrido
por salamancas de barro.

En Espinillo, quedó un puntero

desnucado.

Por el bañado de Carovení

se rompió el eje de mi carro.

En la fábrica

entro con el turno de las cuatro.

-Tu cañadulce no pesa

una tonelada.
Con los descuentos,
ésta es tu paga.

-Señor, de aquí a dos leguas

tengo que sacar mi boyada.
No queda pasto en casa
y en el camino los pies se me agusanan.

-Eso no es nada; cuando seas hombre,

tendrás una culebra en el pecho
y lombrices en el alma.

-Pero

y si tengo frío...
-Te cubres de barro la espalda.

-Pero

y si tengo hambre...
-Duerme,
que aquí se aguanta.

-Pero

y si me duele todo...
-Escucha al rejón cómo canta.

Lluvia.

Lluvia mansa.
Alivio para el que descansa.
Para el que siembra, bonanza.

Para el cañero

cruz de vidrio sobre el pértigo
de su desesperanza.

Cierra.

Mátame esa ventana.
Esta noche no podré dormir
con esos carros que pasan.

Oye:

No tienen luz, y andan.

Mira:

No tienen fuego, y cantan.